UNA FÉLIZ CATÁSTROFE
Texto: Adela Turín
Ilustración: Nella Bosnia
ARTURO Y CLEMENTINA
Texto: Adela Turín
Ilustración: Nella Bosnia
ARTURO Y CLEMENTINA
Texto: Adela
Turín.
Ilustración:
Nella Bosnia.
Traducción: G.
Tolentino.
Idiomas
disponibles: Gallego, Castellano y Catalán
Editorial: Kalandraka
Un hermoso día de primavera, Arturo y
Clementina, dos jóvenes y hermosas tortugas, se conocieron al borde de un
estanque. Y aquella misma tarde descubrieron que estaban enamorados.
Clementina, alegre y despreocupada, hacía
muchos proyectos para su vida futura mientras paseaban los dos a orillas del
estanque y pescaban alguna cosita para la cena.
Clementina decía: Ya verás qué felices
seremos. Viajaremos y descubriremos otros lagos y otras tortugas diferentes, y
encontraremos otra clase de peces, y otras plantas y flores en la orilla...
¡Será una vida estupenda! Iremos incluso al extranjero. ¿Sabes una cosa?
Siempre he querido visitar Venecia.
Y Arturo
sonreía y decía vagamente que sí.
Pero los días transcurrieron iguales al
borde del estanque. Arturo había decidido pescar él solo para los dos, y así
Clementina podría descansar. Llegaba a la hora de comer, con renacuajos y
caracoles, y le preguntaba a Clementina: ¿Cómo estás, cariño? ¿Lo has pasado
bien?
Y Clementina suspiraba: ¡Me he aburrido
mucho! ¡Todo el día esperándote!
¡ABURRIDO! -gritaba Arturo
indignado. ¿Dices que te has aburrido? Busca algo que hacer. El mundo esta
lleno de ocupaciones interesantes. ¡Sólo se aburren los tontos!
A Clementina le daba mucha vergüenza ser
tonta, y hubiera querido no aburrirse tanto, pero no podía evitarlo.
Un día, cuando volvió Arturo, Clementina le
dijo: Me gustaría tener una flauta. Aprendería a tocarla, inventaría
canciones, y eso me entretendría.
Pero a Arturo esa idea le pareció absurda: ¡TÚ!
¿Tocar la flauta, tú? ¡Si ni siquiera distingues las notas! Eres incapaz de
aprender. No tienes oído.
Y aquella
misma noche, Arturo llegó con un hermoso tocadiscos, y lo ató bien a la casa de
Clementina, mientras le decía: Así no lo perderás. ¡Eres tan distraída!
Clementina le dio las gracias. Pero aquella
noche, antes de dormirse, estuvo pensando por qué tenía que llevar a cuestas
aquel tocadiscos tan pesado en lugar de una flauta liviana, y si era verdad que
no hubiera llegado a aprender las notas y que era distraída.
Pero después, avergonzada, decidió que
tenía que ser así, puesto que Arturo, tan inteligente, lo decía. Suspiró
resignada y se durmió.
Durante unos días, Clementina escuchó el
tocadiscos. Después se cansó. Era de todos modos un objeto bonito, y Clementina
se entretuvo limpiándolo y sacándole brillo. Pero al poco tiempo volvió a
aburrirse. Y un atardecer, mientras contemplaban las estrellas, a orillas del
estanque silencioso, Clementina dijo: Sabes, Arturo, algunas veces veo unas
flores tan bonitas y de colores tan extraños, que me dan ganas de llorar. Me
gustaría tener una caja de acuarelas y poder pintarlas.
¡Qué idea ridícula! ¿Es que te crees una
artista? ¡Qué bobada! Y reía, reía, reía.
Clementina pensó: Vaya, ya he vuelto a
decir una tontería. Tendré que andar con mucho cuidado o Arturo va a cansarse
de tener una mujer tan boba. Y se esforzó en hablar lo menos posible.
Arturo se dio cuenta enseguida y afirmó: Tengo
una compañera aburrida de veras. No habla nunca y, cuando habla, no dice más
que disparates.
Pero debió sentirse un poco culpable y, a
los pocos días, se presentó con un paquetón. Mira, he encontrado a un amigo
mío pintor y le he comprado un cuadro para ti. Estarás contenta, ¿no? Decías
que el arte te interesa. Pues ahí lo tienes. Átatelo bien porque, con lo
distraída que tú eres, ya veo que acabarás por perderlo.
La carga de Clementina aumentaba poco a
poco. Un día se añadió un florero de Murano: ¿No decías que te gustaba
Venecia? Tuyo es. Átalo bien para que no se te caiga, ¡eres tan descuidada!
Otro día llegó una colección de pipas
austríacas dentro de una vitrina.
Después una enciclopedia, que hacía
suspirar a Clementina. ¡Si por lo menos supiera leer!- pensaba.
Llegó el momento en que fue necesario
añadir un segundo piso a la casa de Clementina.
Clementina,
con la casa de dos pisos a sus espaldas, ya no podía ni moverse. Arturo le
llevaba la comida y esto lo hacía sentirse importante: ¿Qué harías tú sin
mí? ¡Claro! -suspiraba Clementina-. ¿Qué haría yo sin ti?
Poco a poco, la casa de dos pisos quedó
también completamente llena. Pero ya tenían la solución: tres pisos más se
añadieron ahora a la casa de
Clementina.
Hacía mucho
tiempo que la casa de Clementina se había convertido en un rascacielos, cuando
una mañana de primavera decidió que aquella vida no podía seguir por más
tiempo.
Salió sigilosamente de su casa y dio un
paseo: fue muy hermoso, pero muy corto. Arturo volvía a casa para el almuerzo,
y debía encontrarla esperándole. Como siempre.
Pero poco a poco el paseíto se convirtió en
una costumbre y Clementina se sentía cada vez más satisfecha de su nueva vida.
Arturo no sabía nada, pero sospechaba que ocurría algo: ¿De que demonios te
ríes? Pareces tonta -le decía.
Pero Clementina, esta vez, no se preocupó
en absoluto. Ahora salía de casa en cuanto Arturo le daba la espalda. Y Arturo
la encontraba cada vez más extraña, y encontraba la casa cada vez más
desordenada, pero Clementina empezaba a ser verdaderamente feliz y los retos de
Arturo ya no le importaban.
Y un día
Arturo encontró la casa vacía.
Se enfadó muchísimo, no entendió nada y,
años más tarde, seguía contándole a sus amigos: Realmente era una
desagradecida esa tal Clementina. No le faltaba nada. ¡Veinticinco pisos
tenía su casa, y todos llenos de tesoros!
Las tortugas viven muchísimos años, y es
posible que Clementina siga viajando feliz por el mundo. Es posible que toque
la flauta y haga hermosas acuarelas de plantas y flores.
Si encuentras
una tortuga sin casa, intenta llamarla: ¡Clementina, Clementina! Y si te
contesta, seguro que es ella.
EL MALTRATO SUTIL
EL MALTRATO SUTIL